Zel Cabrera*
Escribo desde el pasado. Volteo atrás y hacer acopio para escribir, para entender, para rehacernos, aunque el pasado no forzosamente permee la obra. En El amor en los tiempos del cólera, García Márquez dice que: «La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado.» Y en mi pasado personal, en ese recuento de años, de una vida a la sombra de la parálisis cerebral y la vida en provincia, más de un recuerdo logra hacerme sonreír:
I
A los dos o tres meses de nacida, el desarrollo de mis extremidades tanto superiores como inferiores no era el esperado. Hija de un médico familiar, entrenado en los diagnósticos tempranos y precisos, mi demora motriz no escapó del ojo clínico de mi padre, aunque el pedriatra que me atendía insistía en que los desarrollos en cada niño son distintos y ocurren en buena parte, a destiempo.
“En lo motriz, se notaba el retraso, pero eras tan despierta que no parecía”, dice mi padre cuando le pido datos duros sobre mis primeros momentos de vida. “Insistí en que algo no marchaba bien, manifestabas pequeñas muecas involuntarias que me hacía pensar en algo más, por eso consultamos a varios colegas hasta que conseguimos una valoración en la Clínica 32”.
Era 1989, cuando mi padre logró hacerme examinar por doctores especialistas, estaba cerca de cumplir el año de nacida. En mi vaga memoria, la Clínica No. 32 del Instituto Mexicano del Seguro Social al que nos mandaron era un edificio poco iluminado, como cualquier hospital de la época, con largas baldosas en las que se reflejaban las largas tiras de luz que iluminaban los pasillos aparentemente impolutos por el desinfectante al que huelen todos los resquicios clínicos, esa mezcla de cloro y creolina.
El olor y la luz de ciertos lugares es en ocasiones lo único que logró recordar. Y por aquellos días estuve en muchos hospitales. Desde entonces aprendí a no tenerles miedo. A buscar en ellos el área de juegos y pensar que pasaría esperando la consulta jugando con aquellos animales amorfos de plástico y columpios descompuestos que casi no se movían pero aún así parecían un oasis en medio de aquellos pasillos de sillas rojas y azules y puertas numeradas que de vez en cuando se abrían para dejar ver asistentes que gritaban nombres que no conocía. A veces era el mío y mamá corría conmigo en brazos para llevarme con el doctor y entonces el mundo volvía a pertenecerles a los adultos.
II
Busco en internet datos sobre la Clínica No. 32, que está en Calzada del Hueso, en Villa Coapa en la que se iniciaron mis terapias físicas. Lo ideal sería ir y darse una vuelta al área de reabilitación física, ver si alguien de los que trabajaba entonces sigue ahí y con suerte, nos recuerda, pero el hospital, en estos momentos, está destinado en su totalidad a atender los casos por la pandemia de COVID 19 que lleva unos meses asolando al mundo y, al igual que muchos centros hospitalarios de la ciudad y del país, su atención se ha volcado al combate de la enfermedad. Es imposible, me digo y revuelvo la web buscando sobre su historia. No mucho. Todas las notas disponibles apuntan a dos cosas: el COVID 19 y el sismo de 19 de septiembre de 2017, parece que ese lugar solo ha importado desde las coyunturas actuales. En la red, parece ser que no hay espacio para nostálgicos o personas interesadas en inmuebles fríos y poco iluminados. Los hospitales son eso: sitios prácticos que escapan a la curiosidad de la historia, la literatura o el periodismo a menos de que los toque una coyuntura, un escándalo, un virus contagioso del que todos hablan o leen.
¿Y es que qué es lo que hace a un inmueble interesante? ¿Su arquitectura? ¿Su contexto? ¿Sus logros científicos? La Clínica 32 parece ser otra más de las muchas en la Ciudad de México y sin embargo, mi madre todavía recuerda nitidamente los años en los que estuvimos entre sus muros, primigeniamente aprendiendo sobre la parálisis cerebral que los neuropediatras de ahí me habían diagnosticado.
III
Escribo desde el recuerdo. Varias tazas de café para embellecer y romantizar mis lugares comunes, mi memoria. Escribo desde los días del confinamiento provocados por la pandemia que me han tenido en una vigilia más fuerte que mi voluntad. La misma que a veces se quiebra y se imposibilita en la escritura, no puedo escribir pero me enseñaron a intentar e intentar, desde chiquita.
“No digas no puedo, inténtalo”, sentenció mi madre siempre que quería parar las terapias, desde los días en los que íbamos a la Clínica 32 y ella tomaba nota en un cuaderno Scribe de todos los ejercicios que las terapeutas le dictaban para después hacerlos, todas las tardes, en casa.
Desde casa escribo, intento al menos, porque no sé decir “no puedo”.
Y aquí estoy, en medio del confinamiento, en medio de días que parecen el mismo, de días en los que no pasa nada; intentando escribir, buscando notas sobre la primera clínica que mis padres y yo pisamos en 1989. El primer lugar en el que le dijimos parálisis cerebral a mi demora de músculos.
Parálisis cerebral, así se llamaba.
IV
Los diagnosticos no siempre son buenos pero son necesarios. Nos dan algo de dónde partir. Eso es algo que cuesta trabajo entender, o que al menos no parece que se pueda entender a la primera, sobre todo cuando no son alentadores o positivos. Muy pocos saben tomar bien las malas noticias, casi nadie. A la gran mayoría nos encanta escuchar que todo va a ir bien.
¿Pero qué pasa cuando no escuchamos lo que queremos? Mirando las noticias diarias sobre la pandemia, me queda claro no, no sabemos qué hacer. Lo desconocido nos deja en una zona incómoda, casi dolorosa, inhóspita.
El primer diagnóstico que mis padres recibieron en 1989 en la Clínica 32, no parecía tan grave o definitivo. El neuropediatra que me atendió recetó ejercicios para fortalecer mis incipientes músculos y mi nula coordinación. Había esperanza, después de todo. Al año, ese doctor se jubiló y la consulta de cada tres meses a la que íbamos, cambio de manos y de criterio. Las cosas no parecieron tan favorables cuando la neuropediatra en turno recomendó a mi madre no encariñarse conmigo porque mi esperanza de vida, a su parecer, era cortísima.
— Estos niños no viven mucho, así son, no vale la pena encariñarse.
Mi madre, acostumbrada a intentar dos o tres veces las cosas, hasta que salieran, no lo soportó.
Y tuvimos que pedir un cambio de la Clínica 32 al Centro Médico Siglo XXI.
No he vuelto a la Clínica 32 en treinta y dos años, hasta ahora, en el que el confinamiento me hace evocar el pasado, para acaso, desde ahí sonreír.
Zel Cabrera es poeta, traductora y periodista mexicana. Becaria del Programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes fonca 2017-2018 y de la Fundación para las Letras Mexicanas flm 2014-2015. Autora de cuatro poemarios. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Tijuana 2018.
