Dr. J. Lorenzo Díaz Cruz*

En el convulsivo mundo que nos ha tocado vivir debido al coronavirus, con una nueva normalidad que no alcanza a definirse, pareciera que tenemos pocas  certezas en las que podemos apoyarnos para salir adelante. Una de esas fortalezas que nos hacen albergar esperanzas para superar la emergencia es, sin duda,  la ciencia.  

Aquí incluimos tanto la ciencia básica que está tratando de entender las características del virus, su propagación y cómo afecta nuestro organismo, así como a la ciencia aplicada que acompaña a la medicina en su búsqueda de nuevos tratamientos y equipos.  Eventualmente se espera que sea posible desarrollar  una vacuna, que sería la  fortaleza más sólida que esperamos produzca la ciencia para protegernos de forma definitiva.

Esto no quiere decir que la ciencia lo sepa todo, de ninguna manera. La ciencia tiene sus limitaciones, y cuando se enfrenta a una situación inédita no  asegura que tengamos la respuesta correcta en el primer intento. La ciencia se guía mediante el planteamiento de preguntas y la búsqueda de respuestas: ¿Qué características tiene la enfermedad del SARS? ¿De donde viene el virus que la causa? ¿Cómo se propaga el virus en el ambiente o en nuestros órganos? ¿Qué tratamientos son efectivos? 

En un momento de desesperación, quizás por la angustia que nos causa ver un número tan alto de fallecimientos, o por el sufrimiento de nuestros familiares, quisiéramos  que las respuestas llegaran más rápido, y que todo se resolviera de una vez.

Para medir el valor de lo que tenemos, imaginemos cómo habrá sido la respuesta del mundo ante la epidemia de la peste, en la edad media. Cuánta impotencia habrán sentido ante la pérdida de vidas humanas, cuando no se sabía todavía la causa de  las enfermedades,  sin que hubiera una medicina que los curara. Muchos habrán pensado que rezar a su dios era lo único que podría salvarlos. 

Luego, como un primer reflejo, la humanidad aprendió por prueba y error, observando, siguiendo la  intuición o a veces por casualidades. Así, se inventaron medidas como  encerrar por cuarenta días a los enfermos o sospechosos de portar la peste bubónica durante la pandemia que azotó Venecia, en el siglo XIV, aunque de hecho esta medida ya era mencionada por los galenos de la Grecia antigua, de ahí nació la palabra cuarentena. Otra reacción básica era alejarse de los enfermos contagiados, o quemar los cadáveres. Una medida más efectiva fue la asociación de la higiene con la prevención de enfermedades.  Sin duda, mucho tuvo que aprender la humanidad para conocer las causas de las enfermedades y como mitigar sus efectos.

En la situación actual, las medidas básicas que recomiendan las autoridades para defendernos del COVID-19 son muy sencillas: quedarse en casa, lavarse las manos con frecuencia, toser o estornudar en la parte interior del codo, mantener una sana distancia. Más recientemente se ha recomendado también el uso del cubrebocas como una medida adicional. Sobre este punto ha surgido cierta controversia, pues inicialmente no estaba entre las recomendaciones de las autoridades, porque seguían los criterios dictados por la Organización Mundial de la Salud. Pero ahora se ha admitido que su uso también ayuda a prevenir el Covid-19. Justamente esto ilustra como  funciona la ciencia, pues se tenía una primera idea, luego  a base de pruebas y experimentos se determinó que esa primera idea no era del todo correcta. 

Para ilustrar lo anterior, podemos verlo como un juego de probabilidades. Por ejemplo, entre más boletos de lotería compre uno, es más posible que ganemos un premio.  Imaginemos que estamos en un lugar con muchos mosquitos y polvo,  si usamos un mosquitero en nuestra cama  es poco probable que nos pique un mosquito o se meta el polvo, pero si ponemos dos capas de velo, es todavía menor la probabilidad de que nos piquen esos molestos bichos. Así sucede con el cubrebocas: si además de la sana distancia y el lavado frecuente de manos, usamos un cubrebocas, es menos probable que nos contagiemos. Claro que si vamos por lugares concurridos armados sólo  con nuestro cubrebocas, o está mal puesto, sin cuidar su limpieza, entonces no podemos estar tan seguros de que no seremos contagiados.

Por otra parte, así como en la edad media surgieron explicaciones mágicas, a pesar de todo lo que ha avanzado la ciencia, en la actualidad muchas personas siguen creyendo en ideas sin sustento, muchas veces promovidas por personas o empresas abusivas. 

Un buen médico nos debe orientar sobre los medicamentos más efectivos, así como aquellos que son prometedores, pero que aún no se tienen pruebas definitivas. De igual manera, nos deben informar sobre aquellos medicamentos que no son apropiados o que incluso son dañinos, por ejemplo es el caso de la Cloroquina, un medicamento que se utiliza para combatir la malaria. Ahora bien, es posible que algunas personas que se han recuperado del Covid-19, lo hayan usado y piensen que dicho medicamento hizo todo el trabajo. Sin embargo, no podemos saber con certeza si ese medicamento fue el que curó la enfermedad, como parte del tratamiento utilizado, o si fueron las propias defensas de la persona las que dieron la batalla decisiva. 

En resumen, es nuestro deber informarnos para poder tomar decisiones informadas y recurrir a los especialistas y expertos en cada tema. Es posible que la ignorancia esté causando tanto daño como el propio virus, o incluso más. Ahora sí que; es una cuestión de vida o muerte.

Del autor: El doctor Lorenzo Díaz Cruz es investigador de la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). Participante de la investigación del Bosón de Higgs (partícula de Dios).