Zel Cabrera*

“Hablemos menos de Chumel Torres y más de la responsabilidad de una figura pública a la hora de expresarse, ya sea en público o en privado. Porque a lo que llaman libertad de expresión no es más que el permiso para ser unos violentos y abusadores hasta con el lenguaje”, escribo en un estado de Facebook, y como la mayoría de los usuario que publican en esta red social, lo lanzo al mar virtual esperando tener un impacto aunque sea pequeño en medio de notas sobre el sismo, el COVID-19, memes y videos de gatitos que desbordan el internet, pero de lo que en verdad quiero hablar es de las consecuencias de discriminar con las palabras, lo lejos que estamos de entender lo que nuestro discurso a la hora de expresarnos puede causar entre los que nos leen y sobre todo; entre los que pasan a traer, sin querer o no, cuando, víctimas de nuestra ignorancia o de nuestra intolerancia emitimos un juicio de valor y abro entonces mi procesador de palabras para escribir, para cuestionar la manera que entendemos nuestro entorno y lo que tenemos alrededor.

No sé a dónde llegarán estas líneas o quien lea esto, o si lo que escribo resulte necesario para alguien más, lo cierto es que, a raíz de la coyuntura desatada por el foro sobre racismo organizado por la CONAPRED en el que participaban Maya Zapata, Tenoch Huerta, Alejandro Franco y Chumel Torres, los tiempos dan para cuestionar y debatir sobre lo que pensamos, hacemos, creemos y decimos, para reflexionar en cómo usamos las palabras, poner en duda todo aquello que nos dieron y nos dijimos que era normal y por lo tanto estaba bien. Que no tendría nada de malo decirle «puto» al homosexual o «puta» a cualquier mujer que nos parezca que no se ciñe a la moral en turno o a la que simplemente se nos da la gana ultrajar con esa palabra. Que no tendrían nada de malo reírnos porque no pasa nada si le decíamos «coja» a cualquier persona que por algún motivo no caminaba como la mayoría. «Gorda», «prieta», «naca», «india», «pobre», y así, la lista de insultos que hemos normalizado y hemos hecho pasar por comedia, por mote, por mera “descripción”.

Son tiempos para visibilizar todas las formas en las que se nos discrimina y nadie dice nada, o casi nadie, porque lo tenemos tan normalizado e interiorizado que apenas es relevante: “Otra raya más al tigre”, diría mi abuela.

Por eso entonces vemos como berrinche a los que, hartos de esta discriminación tan normalizada, tan arraigada en nuestra idiosincrasia, se quejan y alzan la voz diciendo que lo normal ya no debería de serlo. Por eso tachamos de censura cuando a una figura pública como Chumel Torres le quitan su espacio televisivo y cómo, si solo ejerce su ”libertad de expresión” para referirse racistamente a un niño.

Son tiempos para hablar no solamente del machismo ejercido a las mujeres o la violencia que provocan los feminicidios, no solamente de la homofobia o la transfobia o la lesbofobia, o el clasismo o el elitismo, o el racismo, sino de todos los tipos de violencias a las minorias entre la que destaco el capacitismo, que dicho en palabras comunes es la discriminación o prejuicio social contra las personas con discapacidad.

Ya perdí la cuenta de las veces en las que alguien se refirió a mí como “lavadora”, “licuadora”, “niña Teletón”, “coja”, “chueca”, a la que “jugaron los chaneques de chiquita”, la “Síndrome de Down Cabrera”, en recientes días y es probable que si le preguntara a colegas como Kike Vázquez, standupero y psicólogo o a Valente Viveros, poeta y rapero, ambos con parálisis cerebral, puedan agregar muchísimos más adjetivos a esta lista de insultos recibidos a lo largo de una vida permeada por esta condición física.

Y desgraciadamente, he perdido la cuenta de las veces que lo he dejado pasar porque “no es para tanto”, “porque a palabras necias, oídos sordos”, dicen siempre los que nos quieren para que “no nos metamos en problemas”, aunque lo que de verdad quieren es que nos duela menos la vida. Y me gustaría aclarar que esto que escribo no es un berrinche, no lo escribo para que me duela menos la parálisis cerebral, no es una venganza personal, no escribo esto desde el coraje, escribo esto desde la injusticia que me provoca ver que todo el trabajo de una vida, -porque la existencia y capacidad para adaptarse al mundo de una persona con parálisis cerebral nunca es solamente el esfuerzo de la persona que la tiene, sino del amor y el apoyo incondicional de padres y parientes que por años sacrificaron un montón de cosas para lograr que el discapacitado en cuestión deje de serlo, un poco- se reduzca a un insulto en el que todo ese trabajo quede en el piso y demeritado, porque siempre es más fácil pensar que las cosas logradas son fruto de la suerte, nunca del sacrificio.

Y es que insultar y demeritar el trabajo de una persona es más sencillo que empatizar con ella, con sus dolores y las dificultades de trabajar el doble por la misma paga. Como si ya adaptarse a un mundo que para empezar no está hecho ni pensado para todos, no fuera suficiente. Como si subir una escalera sin un pasamanos o destapar una botella con taparrosca o toparte con un insensible personal de Recursos Humanos que lanza miradas de asco cuando, como cualquiera que va a una entrevista de trabajo no costara suficiente trabajo cuando vives con parálisis cerebral como para de paso “adaptarse” a estas formas de expresión tan llenas de ignorancia o intolerancia.

Y todo esto es real, he pasado por entrevistas en agencias de publicidad en las que se me ha preguntado si estoy enferma o si mi parálisis es contagiosa. Las barreras de las personas con discapacidad o diversidad funcional empiezan, casi todas, en los otros, en los que creen que todos los cuerpos funcionan y deben funcionar de igual forma, aunque, como alguna vez lo dije en un poema de mi libro La arista que no se toca: “Todos caminamos chueco”. Y no es suficiente con escribir libros, poemas sobre el tema y hacer foros de inclusión en dónde se muestre el trabajo de las personas o diversidad funcional, tampoco son suficientes los discursos sosos de ser ejemplos de superación personal, que por supuesto no contribuyen a que las personas con alguna discapacidad como la parálisis cerebral o el Síndrome de Down dejen de ser tratados como ser humanos de segunda clase.

¿De verdad queremos seguir perpetuando esta normalidad en la que las figuras públicas (en aras de su derecho a la libre expresión) pueden usar estos “motes” para referirse a quien sea y que no haya consecuencias? ¿Que no se señale, se exponga y se pida reparación a los daños? Las palabras hieren, y figuras públicas, o no, debemos de hacernos responsables de los daños o perjuicios que podemos hacer al pronunciarlas, al pensarlas, incluso. Y me sumo a este compromiso de no darle un mal uso a mis palabras, ya no como escritora o figura pública sino como persona. Y me disculpo por todas las veces que no me detuve a pensar en el daño que mis palabras hacían y me pareció fácil discriminar o herir.

Creo que debemos hacer esta reflexión, para poder empatizar, ya no a través de lo que nos parezca cómodo o conocido, normal… sino correcto. Exigir mejores contenidos en las plataformar de entretenimiento, personajes responsables de sus palabras en los espacios de los medios de comunicación y que se ponga en debate nuestra responsabilidad de consumo y de público, que ha llevado a quitar espacio a artistas, comunicadores y figuras públicas comprometidas por privilegiar a otras que tienen mayores segidores o alcance en redes sociales, porque lo normal “vende”.

Y que cuando se hable de diversidad, de discapacidad o de inclusión, realmente se esté hablando de algo.

*Zel Cabrera es poeta, traductora y periodista mexicana. Becaria del Programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes fonca 2017- 2018 y de la Fundación para las Letras Mexicanas flm 2014-2015. Autora de cuatro poemarios. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Tijuana 2018.