Escrito testimonial de Alondra García Lucatero. Periodista de Guerrero
¿Les cuento una historia de mi vida privada?
Yo no podía tener hijos.
Después de casarnos, mi esposo y yo soñábamos con formar una familia.
Pasaron los meses, 1 año, 2 años, 3 años… pero el bebé no llegaba.
A lo largo de ese tiempo acudimos con un ginecólogo que me dio diversos diagnósticos y medicamentos.
Mi cuerpo se saturó de hormonas. Pastillas e inyecciones se volvieron parte de mi vida.
La explosión de hormonas alteró la química de mi cuerpo, de mi cerebro. Y de repente, me vi hundida en la depresión más profunda.
No podía controlar mi tristeza. Lloraba todo el tiempo y se volvió tan difícil de ocultar, que me encerré en casa para esconderme del mundo.
Tuve, incluso, pensamientos suicidas.
No lo hablé con nadie y se lo oculté al médico. Sabía que las pastillas me hacían mal, pero de verdad anhelaba convertirme en madre.
Después de varios estudios, el ginecólogo me dijo que no podía hacer más por mí y me sugirió buscar a otro especialista, ahora un ginecobstetra.
Encontramos uno en Morelia, en un hospital muy caro.
Conseguí un tercer empleo (sí, tercer) y nos aventuramos a Morelia con mi esposo.
Acudimos cada mes, sin falta. Pagamos más estudios caros. El 90 por ciento de nuestros ingresos estaban destinados a ese fin y lo poco que nos quedaba era para subsistir de la manera más austera posible.
Finalmente, el doctor me explicó lo que ocurría en mi cuerpo y me dijo que era necesario operarme y retirar, posiblemente, las dos trompas de falopio y los ovarios.
Me dijo que, de ser así, no podría embarazarme de manera natural. Por ello, reservarían óvulos para una fertilización in vitro, algo que va en contra de mis creencias.
Me deprimí aún más. Para entonces habíamos gastado todos nuestros ahorros.
Hicimos una proyección y nos dimos cuenta que tendríamos que ahorrar cada centavo durante, por lo menos, medio año para pagar la cirugía.
Me sentía mal como mujer y como esposa. Me hundí.
Tengo la fortuna de tener pocos, pero muy buenos amigos. Uno de ellos es Félix Salgado Macedonio.
Siempre me decía que le preocupaba mi tristeza, que yo no sonreía como las mujeres de mi edad. Que mi mirada melancólica no le gustaba. Que quería verme feliz.
Una tarde en Chilpancingo lo acompañé a una gira. En lugar de ir en su auto, se subió al mío.
Me preguntó cómo iba mi lucha por convertirme en mamá y tuve que confesarle que había fracasado.
- «Llama al hospital, saca una cita para mañana si es posible y que te operen», me dijo.
Yo le respondí que estábamos ahorrando y que quizás al año entrante.
- «No, llama ahora. No puedo saber que te estás pudriendo por dentro y simplemente dejarlo pasar».
Al día siguiente llamé al hospital, me agendaron la cirugía 15 días después.
Casi como un milagro, el doctor pudo salvar una trompa y un ovario.
Félix pagó.
Al siguiente mes tomé todo el dinero que tenía y se lo llevé para abonar a la deuda.
Él rechazó mi pago. Lo único que me pidió fue convertirme en una mujer feliz.
Dos meses después, resulté embarazada.
Hoy soy mamá de una niña hermosa. Mi esposo y yo creamos la familia que siempre soñamos.
Sí, soy feliz y plena.
Félix es uno de los mejores hombres que conozco, como jefe y como amigo.
Hoy me duele la guerra sucia que han orquestado en su contra. Me duelen las mentiras.
En los medios de comunicación se han referido a él como bestia, monstruo y violador.
El monstruo, el verdadero monstruo, es aquel cuya mano mueve los hilos del feminismo radical, que quema en la hoguera a quien sea sin detenerse a investigar.
De las denuncias pueden decirse muchas cosas. Pero ante la falsedad y la manipulación, solo queda la resistencia.
Decía Facundo Cabral: «Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan a la vida».
Ante la violencia, seamos paz.